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Muere el director de cine Jean-Luc Godard, padre de la ‘nouvelle vague’, a los 91 años
Muere el director de cine Jean-Luc Godard, padre de la ‘nouvelle vague’, a los 91 años

El director franco-suizo abanderó la revolución cinematográfica que impuso el tratamiento de temas con técnicas nuevas. Falleció en su hogar suizo por “suicidio asistido”, según el diario ‘Libération’

 

 

Era el último superviviente de la nouvelle vague, la nueva ola de cineastas que a principios de los años sesenta revolucionó el séptimo arte con un torbellino de aire fresco, una nueva manera de contar y unos personajes y actitudes que, como los Beatles y los Stones o el Mayo del 68, marcaron la cultura y las sociedades occidentales de aquella década. Y era algo más que eso, “uno de los mayores cineastas de todos los tiempos”, como lo define Le Monde. Jean-Luc Godard, que se estrenó y consagró con Sin aliento / Al final de la escapada y, durante toda su carrera, no dejó de provocar y explorar terrenos ignotos con filmes a menudo alejados del gusto del gran público, ha muerto este martes a los 91 años.

 

El diario Libération, que dio la noticia, explicó que había muerto rodeado por los suyos y por “suicidio asistido” en Rolle, la localidad en la que vivía desde hacía décadas en Suiza. “No estaba enfermo, simplemente estaba agotado”, dice un allegado de la familia al citado diario. “Así que había tomado la decisión de acabar. Era su decisión y era importante para él que se supiese”. Esta práctica es legal en Suiza.

 

“Fue como una aparición en el cine francés. Después se convirtió en un maestro”, ha dicho el presidente francés, Emmanuel Macron, en un mensaje en la red social Twitter. “Jean-Luc Godard, el más iconoclasta de los cineastas de la nouvelle vague, había inventado un arte resueltamente moderno, intensamente libre. Perdemos un tesoro nacional, una mirada de genio”.

 

La muerte de Godard ―artista estetizante a veces, comprometido políticamente otras, con frecuencia irritante y con múltiples vidas y reencarnaciones, siempre moderno y vanguardista― cierra una época. Ha sido una figura central en la cultura europea de su tiempo, la segunda mitad del siglo XX y el inicio del XXI. Era el último gran nombre de la nouvelle vague, “el primer movimiento del cine que estilizó, en tiempo presente, en la inmediatez de su historia, el mundo en el que vivían sus contemporáneos”, ha escrito Antoine de Baecque, biógrafo de Godard, en el ensayo “La nouvelle vague. Portrait d’une jeunesse”.

 

El cineasta Olivier Assayas lo comparaba hace unos años con Picasso, en el sentido de que “atravesó su época”. “Todo lo intentó, todo lo absorbió, fue varios cineastas, tuvo varias vidas, algunas simultáneamente”, decía. “Estuvo en el cine y fuera”. “A él le daba igual el cine”, declaró en la cadena France Inter la actriz Macha Méril, protagonista de Una mujer casada en 1964. “Entendió la fuerza de las imágenes, entendió hasta qué punto era posible usar el cine como instrumento de rebelión, de revolución. Se consideraba un agitador más que un cineasta”.

 

La obra de Godard, autor de Alphaville, La Chinoise, Yo te saludo, María o Adiós al lenguaje, no puede resumirse en uno o dos títulos. Ha dejado más de cien, pero los más conocidos son los de su primera etapa, la de la nouvelle vague, cuando junto a François Truffaut, Claude Chabrol, Éric Rohmer, Alain Resnais, Jacques Rivette, Agnès Varda y otros rompieron con los códigos anquilosados del cine francés de la época e, inspirándose en el cine norteamericano clásico, inventaron algo totalmente nuevo que irradiaría en lo que se filmaría a partir de entonces, pero también en la cultura y la literatura. Captaron el aire de su tiempo y lo modificaron.

 

Godard ―que en aquella etapa dejó obras como Pierrot Le Fou y El desprecio, y trabajó asiduamente con la actriz Anna Karina (1940-2018), su pareja entonces― quizá fue el más rompedor de todos sus colegas, y el que posteriormente nunca dejó de transformarse e incluso renegar de lo que había hecho. Desde la etapa maoísta, entre finales de los sesenta y los setenta, a la experimentación en vídeo más tarde o su particular revisión del siglo XX a partir de las imágenes en Histoire(s) du cinéma entre finales de años ochenta y los noventa.

 

“Godard siempre ha dicho que rueda cada película contra la anterior”, decía en 2020 en Babelia la historiadora del cine Nicole Brenez, especialista en la obra del director. “Pese a todo, cuando uno ve todas sus películas, descubre que no hay una lógica de contradicción sistemática. Más bien es como si decidiera explorar nuevos territorios tras haberse cansado de los anteriores”.

 

Nacido en París en 1930, hijo de una familia franco-suiza de la alta burguesía protestante con la que acabaría rompiendo, Godard pasó su infancia y juventud entre París y Suiza —donde residió durante la II Guerra Mundial— y adoptó la nacionalidad suiza a los 20 años. Nutrido por las lecturas clásicas de la biblioteca familiar y dotado de un talento para la pintura, en los años cincuenta pasó por la Sorbona, trabajó de cámara en la televisión suiza y en la construcción de una presa en los Alpes, viajó por América Latina y vivió la vida de un hijo de papá bohemio y conflictivo. En París frecuentó los cineclubs del barrio latino y la Cinemateca, y se movió en los círculos cinéfilos de la pandilla que, primero, analizaría el cine de su época en la revista Cahiers du Cinéma y después saltaría la barrera. Era la primera generación que había llegado a adulta tras la guerra y la ocupación nazi, y recogía el optimismo del boom económico de los Treinta Gloriosos.

 

Fueron Godard con Sin aliento / Al final de la escapada, que también consagró a Jean-Paul Belmondo, en 1960, y un año antes François Truffaut (1932-1984) con Los 400 golpes quienes lanzaron aquel movimiento que erigía al director como autor ―hasta entonces, en general, el director era una pieza en el engranaje cinematográfico―, como un novelista o un poeta. “Nuestra ambición era publicar una primera novela en la editorial Gallimard”, confesaría Godard en Le Monde. En la misma entrevista, resumía la ambición de aquel “pequeño grupo” con la idea de “hacer que las cosas se muevan un poco”. Godard y Truffaut forman una pareja inseparable en la memoria del cine, pero antagónica: el experimental y el clasicista, el que disfrutó una carrera larga y el que murió en su plenitud creativa. Como le ocurrió con parejas y amigos (y con familia), Godard también se enemistó con Truffaut.

 

Godard, como otros creadores de su época, propugnaba una obra que contaba una historia ―pero no siempre― y que a la vez reflexionaba sobre el acto de contar esta historia, un cine cuyo tema finalmente ―desde su primera película, que puede verse como un pastiche del cine negro norteamericano― era el cine. “En el cine no pensamos, somos pensados”, decía en una de las sentencias citadas por Libération. “Encuentro que el cine es extremadamente interesante porque permite imprimir una expresión y después, al mismo tiempo, exprimir una impresión”. O: “Tengo una regla que no me ha abandonado: hacer lo que podemos y no hacer lo que queremos, hacer lo que queremos a partir de lo que podemos, hacer lo que queremos con lo que tenemos y no soñar con lo imposible”.

 

Godard habrá tenido la última palabra, hasta en el momento de morir. Su mujer, Anne-Marie Miéville, decía que, por su afán de llevar la contraria, habría que escribir sobre su tumba el siguiente epitafio: “Jean-Luc Godard, al contrario”.